Cuando ser feliz se vuelve obligatorio
La felicidad ya no se vive: se exige, se mide, se vende; ¿por qué no cuestionar el modelo neoliberal que convierte el bienestar en mandato?
¿Y si la felicidad no fuera una emoción, sino una consigna? En la sociedad contemporánea, sentirse bien no es solo un deseo: es una obligación. La felicidad ha dejado de ser una experiencia íntima para convertirse en una etiqueta que se impone desde afuera. Ya no importa cómo vivas, sino cómo te perciben. Si no sonríes, fallas; si no eres feliz, estás roto.
Desde la semiótica crítica, el bienestar aparece como un signo: algo que representa, codifica y orienta. Pero, ¿quién escribe esta gramática? El neoliberalismo, con su lógica de mercado y rendimiento, ha capturado ese signo y lo ha vaciado de matices. Ser feliz hoy es ser productivo, resiliente y emocionalmente eficiente. No hay espacio para el cansancio, la tristeza o el descontento estructural. Si algo duele, se medicaliza. Si algo incomoda, se silencia.
La publicidad, la psicología positiva, los manuales de autoayuda y los discursos científicos han creado una narrativa unívoca: la felicidad es accesible, inmediata y depende exclusivamente de ti. Pero esta promesa es tramposa. Porque mientras se repite el mantra de que todo está en la mente, se oculta que hay cuerpos explotados, vínculos rotos, comunidades desgastadas. El trabajador precario no necesita mantras, necesita justicia. La madre sobrecargada no necesita más dopamina, sino cuidados compartidos.
Ante a esta semiótica dominante, reapropiar el signo se vuelve urgente. Pensar una felicidad que no excluya el dolor. Que no sea un eslogan, sino una experiencia situada, conflictiva, política. Una felicidad capaz de escuchar el malestar sin negarlo. Capaz de dar lugar al silencio, a la pausa, a lo colectivo.
Quizás no se trata de ser feliz todo el tiempo, sino de poder dejar de fingir que lo somos.
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