El vacío que la ciencia no llena
A pesar del avance científico, seguimos sin entender para qué vivimos.
Vivimos rodeados de logros técnicos asombrosos. Podemos mapear el cerebro, descomponer genes y simular emociones con inteligencia artificial. Pero aún no sabemos qué hacer con una tarde gris, con un duelo inesperado o con el simple vértigo de estar vivos. Sabemos mucho, pero sentimos poco. Esa es la grieta.
En esta paradoja moderna —llena de datos, pero hambrienta de propósito—, la ciencia ha dejado sin voz a la pregunta más antigua de todas: ¿para qué? Porque explicar no es lo mismo que significar. Saber que la tristeza activa una región del cerebro, no dice nada sobre por qué duele tanto perder a alguien. Conocer las reglas de la evolución no aclara por qué, contra todo instinto, seguimos amando a quienes nos rompen.
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Este desajuste entre conocimiento y sentido no es nuevo; sin embargo, se vuelve insoportable en una era que promete soluciones para todo. El problema es que el sentido no se descarga ni se automatiza. No hay app que lo instale. Tampoco se hereda ni se compra. Hay que inventarlo, desde cero, a pesar del cansancio.
Kierkegaard ya lo vio venir: la razón no basta. Y Rollo May lo confirmó: la angustia moderna nace de tener que ser libre sin un manual. Frente a esa libertad abrumadora, muchos prefieren distraerse. Pero otros, en cambio, abrazan el sinsentido como una forma radical de existencia. No porque tengan respuestas, sino porque asumen que el acto de preguntar es, en sí mismo, un modo de vivir con dignidad.
Hay quienes encuentran consuelo en el arte, la contemplación o el amor, no porque den respuestas, sino porque iluminan por un momento la oscuridad. Como estrellas fugaces en una noche cerrada. Y eso basta. No para entenderlo todo, pero sí para seguir.
La paradoja de nuestra época no se resuelve: se habita. Quizá, al final, no se trata de saber por qué estamos aquí, sino de elegir cómo estar. Con preguntas, con fragilidad, con presencia. Porque en un mundo saturado de explicaciones, la búsqueda del sentido sigue siendo un gesto profundamente humano. Y profundamente libre.
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