¿El placer nos volvió esclavos felices?
¿Elegimos libremente o seguimos rutas prefabricadas? En la era del entretenimiento total, el pensamiento crítico es un acto de rebelión silenciosa.
Huxley no describió el futuro: lo anticipó con una exactitud perturbadora. Hoy, la felicidad no llega en píldoras como el soma, sino en forma de notificaciones, algoritmos y pantallas que nos mantienen entretenidos, satisfechos y, sobre todo, dóciles. Ya no es necesario censurar: basta con distraer. Mientras creemos tener libertad, navegamos entre contenidos diseñados para evitar que miremos hacia dentro.
El entretenimiento se ha vuelto una niebla constante: ligera, envolvente, omnipresente. Nos anestesia con placeres breves y nos impide preguntarnos si acaso deberíamos querer otra cosa. No nos prohíben leer libros; simplemente nos enseñan que no tenemos tiempo para ellos. Las ideas complejas son sustituidas por explicaciones rápidas, y el arte que exige es relegado a los márgenes de un mercado que premia la comodidad.
La sexualidad, el amor, incluso la crianza, han sido moldeados por esta lógica. Las relaciones se deslizan con el dedo, el deseo se mide en clics y los niños crecen en mundos saturados de estímulos diseñados para mantenerlos atentos pero no despiertos. El “mundo feliz” no está a la vuelta del futuro: ya lo habitamos, únicamente que sus barrotes brillan con luces LED.
Pero no todo está perdido. Cada acto de resistencia —leer, aburrirse, desconectarse, mirar a alguien a los ojos sin pantallas de por medio— es una grieta en el sistema. Cada pensamiento incómodo es una chispa. Huxley no propuso una condena definitiva, sino una advertencia: si educamos para pensar, si aprendemos a estar solos sin temerlo, si recordamos que no todo lo placentero es valioso, podemos aún recuperar aquello que ni sabíamos que habíamos perdido.
Tal vez, la verdadera pregunta no sea si vivimos en un mundo feliz, sino si estamos dispuestos a dejar de vivir dormidos.
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